lunes, 13 de febrero de 2023

Relatos cortos de fútbol

 relatos cortos de fútbol

Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol.

Albert Camus, Premio Nobel de Literatura en 1957

Muchos intelectuales han emprendido una batalla no solo contra el fútbol, sino también contra las personas a quienes les gusta este deporte. Para algunos, el fútbol es vicio de gente iletrada, sin estudios, sin buen gusto. Unas acusaciones intransigentes que desmienten numerosos futboleros amantes de la cultura, escritores, artistas, filósofos y gente de bien incluidos. 

Que el fútbol es un deporte noble que también gusta a la gente de letras lo demuestran numerosos relatos escritos por autores de primer orden. Como dice Juan Villoro, autor de Dios es redondo, “el fútbol no solo se ve, sino que necesita de palabras para ser entendido”. 

A continuación algunos relatos cortos sobre el mundo del balompié para amantes del fútbol.

Del fútbol y sus cosas (cuento de Reinaldo Bernal Cárdenas)

En el terreno de juego, el joven jugador toma la pelota y avanza hábilmente sin ser detenido. A pocos metros del arco contrario gira en redondo, arroja el cuerpo hacia atrás y, acodando todo su peso sobre la grama, hace con la zurda una hermosa gambeta. El remate elegante, preciso, introduce el balón arañando la escuadra de la portería. El muchacho se incorpora y su corazón, como exigiendo compartir un sorbo efímero de gloria, quiere salirse del pecho. Un grito de ¡gol!, que se ahoga en la emoción parece llegar de algún lado e instalarse con fuerza en sus oídos.

Dejado el campo se sienta en el banco, jadeante.

Mientras sorbe agua de la pequeña botella, y derrama el líquido sobre su cabeza, piensa en el día que pueda repetir la misma jugada con los otros veintiún jugadores en la cancha y las tribunas abarrotadas.

Cuento de fútbol de Eduardo Galeano: El hincha

Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio. Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles batiéndose a duelo contra los demonios de turno. Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos. Rara vez el hincha dice: «Hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música. Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria: “Qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos”. O llora su derrota: “Otra vez nos estafaron, juez ladrón”. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros. El hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un Miércoles de Cenizas después de la muerte del Carnaval.


Lo importante es ganar, de Erminda Pérez Gil

Soy un gran aficionado al fútbol. Creo que mi madre y yo somos los seguidores más fervorosos de la selección nacional, los que con más ánimo jaleamos al equipo y los que más aplaudimos sus goles y triunfos. No exagero, tenemos nuestros motivos.
Mi padre me inculcó el amor a este deporte desde que nací. Creo que tengo camisetas de la selección española de todas las tallas. Desde que era un bebé me sentaba ante el televisor para que fuera aprendiendo las lides del juego, y a medida que he ido creciendo no ha dejado de instruirme en técnicas y tácticas futbolísticas. Él habla durante los partidos, da instrucciones a los jugadores, insulta a los árbitros o a los que no sudan la camiseta, reclama faltas, fueras de juego o tarjetas del equipo contrario, grita y patalea cuando recibimos un gol en contra, y si pierde la Roja, entonces se monta la de Dios.
No dejo de aprender de su experiencia. Me habla del gol de Marcelino con el que España ganó su primera Eurocopa, del de Zarra en Maracaná, del de Cardeñosa que nunca fue, del gol fantasma de Míchel a Brasil o del que le encajó Platini a Arconada, del inolvidable 12 a 1 contra Malta, de los cinco goles de Butragueño en México… Mi padre repite continuamente que siempre nos eliminaban cuando jugábamos los mejores partidos. Habla en plural, porque él dice que el espectador es el jugador número 12 en el campo.
Mi madre adora a don Luis Aragonés y al señor del Bosque. Los llama así, con respeto. Dice que son unos caballeros a los que les debe mucho. Por algo han sido los que han llevado a la Selección a alcanzar sus mayores triunfos y a que en casa reine la paz.
Tras la victoria en Viena todo empezó a funcionar mejor. ¡Mi padre estaba tan feliz que nos invitó a comer fuera! Al ganar el mundial de Sudáfrica nos llevó de fin de semana a la playa. Yo nunca había visto el mar y fue una experiencia que nunca podré olvidar. La del gol de Iniesta, tampoco, claro. Con la Eurocopa de Polonia conseguí una bicicleta chula. Eso sí, el mundo volvió a ser el mismo tras la debacle de Brasil. Mi padre estaba tan enfadado por la falta de ganas de los jugadores que su furia creció como ya no recordábamos. Quería que echaran al entrenador y a todos esos gandules, que él ya lo veía venir desde la Copa Confederaciones. Y zas, pum, plaf, cataplum.
Acaba de empezar la Eurocopa de Francia y de momento las cosas van bien. Mi padre está entusiasmado porque España venció a Checoslovaquia en el primer partido. Pero no deja de repetir que no nos podemos fiar, que hay que cambiar algunos jugadores y dejar en el banquillo a los que no están en forma.
Por eso, señor del Bosque, le envío esta carta. Me gustaría que revisara la alineación que propone mi padre y que le he copiado en la hoja de atrás. Mi madre reza por usted y por los jugadores y les pide encarecidamente que hagan lo posible para seguir ganando, aunque sea por la mínima. Porque un triunfo es un triunfo. Así mi padre se pondrá contento y nosotros no tendremos que escuchar sus gritos ni soportar los golpes que descarga contra nosotros para desahogarse. Usted no conoce a mi padre, es un hombre con los puños muy duros. Mi madre y yo les estaríamos muy agradecidos.
Se despide atentamente,
Su seguidor más fiel.

 

El arquero

Eduardo Galeano

También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped. Es uno solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores. Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace. Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos. Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

Obdulio

Eduardo Galeano

Yo era chiquilín y futbolero, y como todos los uruguayos estaba prendido a la radio, escuchando la final de la Copa del Mundo. Cuando la voz de Carlos Solé me transmitió la triste noticia del gol brasileño, se me cayó el alma al piso. Entonces recurrí al más poderoso de mis amigos. Prometí a Dios una cantidad de sacrificios a cambió de que Él se apareciera en Maracaná y diera vuelta el partido. Nunca conseguí recordar las muchas cosas que había prometido, y por eso nunca pude cumplirlas. Además, la victoria de Uruguay ante la mayor multitud jamás reunida en un partido de fútbol había sido sin duda un milagro, pero el milagro había sido más bien obra de un mortal de carne y hueso llamado Obdulio Varela. Obdulio había enfriado el partido, cuando se nos venía encima la avalancha, y después se había echado el cuadro entero al hombro y a puro coraje había empujado contra viento y marea. Al fin de aquella jornada, los periodistas acosaron al héroe. Y él no se golpeó el pecho proclamando que somos los mejores y no hay quien pueda con la garra charrúa: -Fue casualidad- murmuró Obdulio, meneando la cabeza. Y cuando quisieron fotografiarlo, se puso de espaldas. Pasó esa noche bebiendo cerveza, de bar en bar, abrazado a los vencidos, en los mostradores de Río de Janeiro. Los brasileños lloraban. Nadie lo reconoció. Al día siguiente, huyó del gentío que lo esperaba en el aeropuerto de Montevideo, donde su nombre brillaba en un enorme letrero luminoso. En medio de la euforia, se escabulló disfrazado de Humphrey Bogart, con un sombrero metido hasta la nariz y un impermeable de solapas levantadas. En recompensa por la hazaña, los dirigentes del fútbol uruguayo se otorgaron a sí mismos medallas de oro. A los jugadores les dieron medallas de plata y algún dinero. El premio que recibió Obdulio le alcanzó para comprar un Ford del año 31, que fue robado a la semana.

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